Alba llevaba tiempo sin saber de su padre. En realidad, nunca había llegado a conocerle. Todo lo que contaba sobre él lo había elaborado previamente en su cabeza. Ahí existían los castillos de arena en la playa, los paseos por el parque, los cuentos nocturnos, la manta que le arropaba mientras dormía, las enormes manos que le acariciaban. Todas aquellas historias de alguna manera llenaban ese vacío en su pecho. Alba no sufría, simplemente amaba enredarse en cuentos ficticios, moldearlos a su antojo e imaginarse lugares que le hacían feliz. Sin embargo, sabía que el nudo entre su ombligo y la espalda era
real. Los golpes en el pecho le acechaban cada vez que veía un hombre detrás de un periódico, con el cabello rizado y moreno como el suyo, unos ojos verdes que pudieran resultarle familiares. Una tarde de otoño, algo cambió el curso normal de la historia cuando, al verle entrar en la cafetería, decidió sentarse al lado de aquel hombre de abrigo gris…