miércoles, 31 de diciembre de 2008

Kike, el fetichista de bragas III

Con los años su obsesión fue transformándose.
En poco tiempo Enrique ya conocía todas las tiendas de lencería de su barrio–que a su pesar poco abundaban- en las que entraba a diario, ocultándose bajo unas gafas negras y un viejo abrigo que conseguía camuflar la verdadera identidad de quien lo vistiera. Así pues se familiarizó con todos aquellos rincones destinados a manos femeninas. Enrique había visto tanta ropa que hubiera sido capaz de acertar el tipo de tela, talla y color de ropa interior que vestían las mujeres que con él se cruzaban. Las observaba e imaginaba. Sin embargo, aquella rutina comenzó a resultarle monótona. Su mundo se hacía pequeño y Enrique llegó a la conclusión de que sus necesidades no quedaban del todo satisfechas cuando observaba la lencería en el cuerpo de plástico de un maniquí; pensó, con un convencimiento asombroso, que si conseguía ver aquellas prendas en un cuerpo verdadero de carne y hueso, que pudiera hablar, sentir y expresar, su placer se intensificaría infinitamente más. De esta forma, despegó la nariz del cristal y se prometió que no volvería a ese lugar hasta descubrir los efectos que dichos objetos surtieran en el cuerpo de una mujer real.
Mientras caminaba hacia casa meditó sobre sus nuevos propósitos, con la cabeza gacha intentó concentrarse en el método que a partir de ese momento emplearía. De pronto recordó que su padre guardaba una vieja cámara de fotos en un cajón del desván, y se regocijó en el pensamiento de inmortalizar en un papel todo aquello que le provocaba un placer que ni siquiera él sabía explicar.
Enrique se propuso, como primer reto, capturar con su cámara todas aquellas imágenes que le parecieran bellas, consiguieran no dejarle indiferente o despertaran en su interior algún sentimiento, aunque fuera durante un instante.
Corrió hacia casa, se encerró en su habitación, y decidió no abandonarla hasta que tuviera perfectamente diseñado el plan que ocuparía sus días hasta que le acechara otra necesidad más importante.

martes, 23 de diciembre de 2008

Kike, el fetichista de bragas II

Enrique dedicaba gran parte del día a estudiar una carrera que poco le entusiasmaba; la necesidad de empezar a construir su propia vida y abandonar lo que él sarcásticamente denominaba hogar era demasiado urgente.
Caminaba por los pasillos de la facultad solo, solo se sentaba en clase, en la cafetería, atrapado en alguna composición de Sergei Rachmaninov, con el tic incesante de sus yemas golpeando su pierna, o la mesa, imaginando las teclas de un piano inexistente. Lullaby de The Cure, era su canción preferida para observar a mujeres; Money de Pink Floyd, sonaba en el coche a un volumen considerable durante el trayecto de vuelta a casa; el erotismo de Led Zeppelin envolvía sus tímpanos en la intimidad provocando sensaciones más que placenteras.
Cuando llegaba el momento de relacionarse con los demás Enrique no dejaba de cuidar las formas; su trato (a veces con un toque irónico del que únicamente él se percataba) era cordial, amable y respetuoso, a pesar de no sentir el más mínimo atisbo de cariño por otras personas. Enrique no despreciaba a los demás, simplemente le resultaban indiferentes. Sin embargo, los objetos eran otra cosa. Algunos objetos conseguían despertar en él sentimientos que ningún humano le había provocado jamás. Cuando contaba con 8 años, - la última vez que su padre le agarró de la mano, recordaba él-, Enrique se dio cuenta del poder que ciertos objetos ejercían sobre él.
Y ocurrió delante de un escaparate de lencería de mujer.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Kike, el fetichista de bragas

Enrique tiene 23 años, nació en una pequeña localidad de Burgos.
Desde muy joven supo que el matrimonio de sus padres estaba roto, aunque ellos tomaran muchas precauciones en fingir delante de él lo contrario. Él había visto a su madre relacionarse con otros hombres en varias ocasiones, y su padre trabajaba demasiadas horas para ser consciente de algo. Debido a la falta de comprensión, amor y cariño que recibía por parte de sus padres comenzó a desarrollar un sentido de independencia a una edad muy temprana. Dicho sentido le liberaba de todo tipo de pasiones que pudieran perjudicarle –pensaba él - , pues todo cuanto había a su alrededor le había fallado. Enrique buscaba en su interior un lugar más seguro, aunque en el fondo le atormentara sentirse tan solo. A raíz de esa extraña soledad Enrique vio ante él la posibilidad de enriquecerse con el mundo de las artes. De este modo comenzó a experimentar con sus capacidades en música, pintura, escritura, llegando a componer fragmentos realmente bellos, pero que por su condición introvertida se obligaría a esconder y jamás mostrar. Enrique también amaba la lectura (Freud estaba entre sus favoritos), su estantería estaba plagada de tomos de libros polvorientos con las tapas raídas, que alguien había calificado una vez de “infumables”, pero que en cambio él consideraba verdaderas obras de arte.
Enrique se había convertido en una persona extremadamente meticulosa en el orden. Su ropa se amontonaba por colores, incluso texturas. Sus discos de música por orden alfabético, estilos y cronologías. Le gustaba almacenar objetos en distintas cajas, que variaban de color y tamaño según el objeto que contuviera. Nadie era consciente de tales manías, pues Enrique entraba en su habitación y salía de ella sin levantar sospechas de lo que estaba tramando en su interior. En realidad, tampoco nadie se preguntaba por ello.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Time

Fue en ese lugar, en ese instante y bajo aquella débil luz, donde decidió pararse en seco y romper a llorar. En realidad no era tristeza lo que sentía, ni siquiera nostalgia.
No.
Era más profundo que todo aquello. Era lo más profundo de ella.
Había caminado toda la acera evitando miradas. Concentrándose, únicamente, en la punta de sus viejos zapatos, y de vez en cuando, en las manos que se cruzaban con las suyas sin rozarlas. Sólo pasaban cerca.
Caminaba, también, con la extraña certeza de haber perdido algo.
¿Cuánto tiempo había pasado desde aquel día…?
Le costaba recordarlo. A juzgar por sus canas, sus labios arrugados y su memoria desgastada, debían haber pasado muchos años. Quizás más de los que ella hubiera querido…
Y ahí se encontraba, otra vez, quizás por última vez.